Hace tiempo que quiero hablar de uno de los géneros que más me gustaría que me gustasen: el JRPG. Pero como no me gustan, nunca encuentro el momento. Cómo me van a gustar, si juntan muchos de los peores defectos de los videojuegos, tanto a nivel mecánico como narrativo. Y sin embargo, a veces también generan una adicción compulsiva. Como estos días estuve jugando bastante a Metaphor: ReFantazio (2024), se me presenta la oportunidad perfecta para dedicarle unas líneas al género.
Voy a empezar por lo desafortunado de la etiqueta. RPG ya es, hablando de videojuegos, un término bastante sospechoso, pues da cobijo a demasiados juegos que son demasiado distintos entre sí. En el mejor de los casos, nos vale como abreviatura de “lo que en videojuegos se ha dado en llamar rpg”, pero me temo que eso sería tema para otra disertación. Cuando le ponemos la J delante, la cosa se complica aún más. Mucha gente considera que un Japanese Role-Playing Game sería cualquier rpg realizado en Japón o por un estudio japonés, en contraste con el CRPG, que he visto interpretado en diversas fuentes como Classic RPG, otra etiqueta sin significado, y también como Computer RPG, en oposición a las raíces consoleras del JRPG. Claramente es un error, y el hecho de que en ningún otro género videojueguil se haga ninguna distinción sobre el origen del autor ya nos da una pista de ello.
La realidad es que aquello que conocemos como JRPG son un tipo de juegos muy concreto que comparten entre sí una serie de rasgos distintivos muy específicos. En mi opinión, ni siquiera los pondría en la familia de los rpg, pero definir “RPG” es un melón muy gordo que dejaremos para otro momento. ¿Cuáles serían entonces estos rasgos distintivos de los JRPG? Yo diría que los siguientes:
- No existe creación de personaje, sino que el protagonista está claramente definido en cuanto su aspecto, habilidades y trasfondo. Esta definición a menudo choca con lo inconcreto o simplista, ya que para “hacer sitio” a una autoproyección del jugador, el protagonista (que a veces ni siquiera tiene nombre o voz propia) suele ser un sujeto bastante anodino y con tendencia a dejarse mangonear, aunque todos los pnjs a su alrededor actúen como si tuviera una personalidad magnética e irresistible.
- El supuesto magnetismo del protagonista atrae a un grupo de personajes que le acompañan en su viaje por diversos motivos. Aunque también están claramente predefinidos y el jugador no puede decidir nada sobre ellos, al contrario que en el caso del protagonista, estos personajes sí pueden mostrar personalidades fuertes y suelen responder a arquetipos. El caso es que el protagonista no está solo, sino que es siempre parte de un grupo.
- Énfasis en el combate táctico, muy frecuente y a menudo (pero no siempre) por turnos. La gestión en combate de las habilidades de los personajes del grupo suele ser la base mecánica del juego.
- Progresión mediante niveles y/o clases de personaje más o menos rígidas, y picos de dificultad que fomentan el grindeo.
- Énfasis en una narrativa muy lineal, con muchas escenas fijas preguionizadas, a menudo con pretensiones épicas y emotivas, y con frecuencia atribuyendo un papel mesiánico al protagonista.
Estuve tentado de añadir “estética anime”, ya que parece que es un rasgo compartido por todos. Pero, aunque tuviera un estilo diferente, yo consideraría como JRPG a un juego que cumpla el resto de requisitos mencionados. Así que lo dejo fuera. Al igual que, por cierto, el origen de los desarrolladores. Un estudio occidental puede perfectamente hacer un JRPG si se atiene a los puntos descritos. Y un estudio japonés podría perfectamente hacer un RPG al estilo de Divinity: Original Sin o Disco Elysium, que nadie en su sano juicio consideraría JRPG.
Ahora que estamos de acuerdo en qué es un JRPG, voy a explicar por qué no me gustan. Si has leído con atención, ya sabrás por qué no me gustan como RPGs; de hecho, si conoces mi opinión sobre lo que es un RPG, sabrás por qué ni siquiera me parece que se puedan considerar como tales. Pero trataré de obviar este asunto para evitar irme por las ramas.
Uno de los grandes atractivos del género, si nos fiamos de lo que se dice en internet, son las historias. Los JRPG suelen ser juegos muy largos, y el estudio tiene el lujo de poder dedicar bastante tiempo a contar la historia que sea. Y según la tecnología fue avanzando, la manera de contar esa historia se fue haciendo más exuberante y cinematográfica, con bandas sonoras orquestales, abundantes secuencias de vídeo, doblaje completo, etc. Con una buena historia, personajes carismáticos, y un acabado audiovisual de primer nivel, jugar un JRPG puede llegar a parecerse a ver una serie anime en la que el jugador es el protagonista, y desde esta perspectiva es fácil entender por qué el género tiene tantos seguidores.
Lo malo es que esas supuestas buenas historias rara vez lo son. La realidad es que suelen ser un amasijo de clichés muy poco memorable, aunque los mejores juegos consiguen incorporar algún giro de guión interesante. El problema es doble: por un lado, su narrativa no está basada en ninguna mecánica jugable, sino que sufre la influencia del anime y el cine en general, con un desarrollo predefinido en el que el jugador no puede influir. En un juego largo, esto no se sostiene, porque las estructuras clásicas en tres actos no están pensadas para durar las 80 o 100 horas que suele durar una partida. La manera tradicional de enfocar esto suele ser meter relleno, casi siempre mediante turras interminables en forma de vídeo, o bien fabricar un hilo argumental enrevesado y absurdo. Generalmente, ambas cosas a la vez.
La otra faceta del problema es que, al estar constreñidos por una estructura tan rígida, las historias sencillamente no suelen ser buenas, y hace muchos años que han caído en lo derivativo y autorreferencial. Al fin y al cabo, tiene que llegar un momento en que se agoten las ideas épicas sobre un chaval de pueblo que se ve envuelto en una gran aventura para salvar a su reino del Mal junto con su amiga de la infancia, un guerrero grandote de buen corazón, una bruja buenorra que busca venganza y un antiguo ladrón redimido. Y también se agotan los giros de guión cuando en cada juego descubres que el protagonista no era un campesino cualquiera si no que se trataba en realidad del elegido de los dioses, el héroe profetizado o el verdadero hijo legítimo del rey; o que en realidad el gran Mal al que te enfrentabas no era el Mal sino un Bien incomprendido o quizá sí que fuera el Mal y necesites viajar en el tiempo al pasado para evitar su triunfo solucionando todas las tragedias antes de que puedan ocurrir. El caso es que, incluso cuando consiguen algún buen momento sorprendente, el ritmo narrativo queda lastrado por la naturaleza videojueguil del medio: los momentos de urgencia no son urgentes si el jugador puede entretenerse en la tienda comprando suministros antes de continuar la trepidante persecución para rescatar a la princesa. La épica misión para salvar al mundo reuniendo las siete partes del cetro mágico es menos épica cuando el dueño de una de ellas nos pide a cambio que le llevemos una docena de frutas para que pueda cocinar su pastel favorito. Lo que podría funcionar en un libro o una serie, rara vez funciona en un videojuego sin que la cosa quede como un pegote grosero, y cuando además es lineal y pasillero, los autores tienen tan poco margen para hacer algo bueno como el que dejan al jugador.
La tabla de salvación para los JRPG estaría entonces en su combate táctico. Efectivamente, los mejores juegos consiguen un buen equilibrio entre un sistema sencillo de manejar y unas interacciones variadas que plantean un desafío estimulante. La dilatada duración de las partidas y el sistema de progreso por niveles posibilita una sensación de avance muy satisfactoria que puede hacerse adictiva con sorprendente facilidad, como muy bien saben los creadores de los idle games y los juegos de móvil basados en microtransacciones. Incluso mientras uno sabe que las mejoras conseguidas al subir de nivel van a verse neutralizadas por enfrentamientos contra enemigos más poderosos (los números aumentan para que todo siga igual), lo cierto es que la dopamina sigue entrando en nuestro organismo.
Por desgracia, la fallida estructura del juego suele acabar echando por tierra también el ritmo de la mecánica de combate, generando picos de dificultad aberrantes que son consecuencia de una progresión mal equilibrada. Para disimular lo pobre de la línea argumental, es común que el juego incluya misiones “secundarias”, tareas opcionales que no suelen estar ligadas directamente al argumento principal. Cada una de esas misiones suele otorgar algún tipo de premio menor al completarse, pero casi siempre suele implicar progreso en niveles. Esto dificulta en gran medida equilibrar los enfrentamientos, porque en una partida de 80 horas, hacia el final los niveles de los jugadores pueden variar enormemente en función de las misiones secundarias que hayan decidido emprender.
Y aquí es donde aparece el veneno del grindeo. Antes o después, es común encontrarse en un JRPG con un pico de dificultad, porque el diseñador pensó que llegaríamos a cierto punto con más nivel del que tenemos, o quizá porque quiere alargar de esta manera la duración del juego, o porque cometió algún error en el diseño, o tal vez porque considera que es apropiado por la errónea razón que sea. En ese punto hay que pararse a grindear EXP, volver a zonas ya exploradas y dedicarse a iniciar un montón de combates sin sentido con la única finalidad de ganar los suficientes niveles para equilibrar el pico de dificultad.
El grindeo y el relleno en la historia son en realidad la misma cosa, son dos caras de la misma moneda maldita: una arruina la parte narrativa y la otra arruina la parte jugable. Estoy convencido de que si muchos estudios renunciasen a presumir del gran número de horas que hacen falta para completar sus juegos y en su lugar las redujesen a la mitad, podrían contar historias mucho mejor centradas con una progresión más natural, y tendríamos juegos mejores. Y de paso les llevaría la mitad de tiempo hacerlos. Pero no, seguimos atrapados en esta idea de que “más es mejor”, aunque me temo que este es un problema cuyo alcance va más allá de los videojuegos.
Una excepción notable a todo esto que acabo de contar es Dungeon Encounters (2021), en el que el director, Hiroyuki Ito (famoso por su gran influencia en la saga Final Fantasy) lleva a cabo un extraordinario ejercicio de minimalismo, reduciendo todos los elementos del juego al mínimo indispensable. Despacha la historia con un par de párrafos al inicio (hay que explorar un dungeon, eso es todo), cada personaje se reduce a una ilustración de su cara y cuatro líneas sobre su pasado, y prescinde por completo de gráficos preciosistas y composiciones musicales elaboradas. El dungeon en sí es una cuadrícula y su contenido está representado en cada casilla con una cifra hexadecimal. Todo en el juego, todo: pueblos, tiendas, pnjs, monstruos… todo es un código hexadecimal en una casilla. Pero la mecánica de combate táctico funciona tan bien como siempre. El juego engancha, y si no acaba de ser redondo del todo, es porque Ito quiso compensar lo espartano de la presentación con una duración más clásica, por lo que el dungeon de marras tiene 99 plantas que es necesario explorar… y se hace excesivo.
Por desgracia, aunque con críticas razonablemente buenas por parte de un sector importante de la prensa occidental, el juego no parece haber tenido el éxito comercial que se merece y ahora mismo tiene un 6.4 para los usuarios de Metacritic, que contrasta con el 81 de la crítica profesional. Parecería que se confirma mi sensación de que a los fans del JRPG les atrae más ver una serie por la tele que jugar a un videojuego interesante, aunque siendo sinceros, se trata de un juego que se encuentra demasiado cómodo en su propio nicho como para exigirle ninguna concesión comercial.
En definitiva, aunque se pueden encontrar excepciones a todo lo que he dicho aquí, la verdad es que los JRPG son en general juegos excesivamente largos, con argumentos muy poco interesantes, de desarrollo monótono, y con momentos de verdadera frustración o aburrimiento. Y los sigo probando, y de vez en cuando alguno incluso me gusta… pero eso no cambia los hechos.